El Malvado Barba Azul
Anónimo
      Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y 
en el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados de brocado y carrozas 
completamente doradas; pero, por desgracia, aquel hombre tenía la barba azul: 
aquello le hacía tan feo y tan terrible, que no había mujer ni joven que no 
huyera de él. 
Una distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas sumamente 
hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la 
que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues 
no se sentían capaces de tomar por esposo a un hombre que tuviera la barba azul. 
Lo que tampoco les gustaba era que se había casado ya con varias mujeres y no se 
sabía qué había sido de ellas. 
Barba Azul, para irse conociendo, las llevó con su madre, con 
tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos jóvenes de la localidad a una 
de sus casas de campo, donde se quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, 
partidas de caza y de pesca, bailes y festines, meriendas: nadie dormía, y se 
pasaban toda la noche gastándose bromas unos a otros. En fin, todo resultó tan 
bien, que a la menor de las hermanas empezó a parecerle que el dueño de la casa 
ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy honesto. 
En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio. 
Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que tenía que 
hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas, por un asunto 
importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante su ausencia, que 
invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería y que no dejase de 
comer bien. 
-Éstas son -le dijo- las llaves de los dos grandes 
guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se saca a diario; 
éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la plata; ésta, la de los 
estuches donde están las pedrerías, y ésta, la llave maestra de todos las 
habitaciones de la casa. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete del 
fondo de la gran galería del piso de abajo: abrid todo, andad por donde queráis, 
pero os prohibo entrar en ese pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal suerte 
que, si llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera. 
Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de 
ordenar, y él, después de besarla, sube a su carroza y sale de viaje. 
Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a buscarlas 
para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes que estaban por ver todas 
las riquezas de su casa, pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el 
marido, porque su barba azul les daba miedo. 
Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las habitaciones, los 
gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y ricos. Después subieron a 
los guardamuebles, donde no dejaban de admirar la cantidad y la belleza de las 
tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de 
las mesas y de los espejos, donde se veía uno de cuerpo entero, y cuyos marcos, 
unos de cristal, otros de plata y otros de plata recamada en oro, eran los más 
hermosos y magníficos que se pudo ver jamás. No paraban de exagerar y envidiar 
la suerte de su amiga, que sin embargo no se divertía a la vista de todas 
aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete 
del piso de abajo. 
Se vio tan dominada por la curiosidad, que, sin considerar que 
era una descortesía dejarlas solas, bajó por una pequeña escalera secreta, y con 
tal precipitación, que creyó romperse la cabeza dos o tres veces. 
Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un rato, pensando 
en la prohibición que su marido le había hecho, y considerando que podría 
sucederle alguna desgracia por ser desobediente; pero la tentación era tan 
fuerte, que no pudo resistirla: cogió la llavecita y, temblando, abrió la puerta 
del gabinete. 
Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; 
después de algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba completamente 
cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se reflejaban los cuerpos de 
varias mujeres muertas que estaban atadas a las paredes (eran todas las mujeres 
con las que Barba Azul se había casado y que había degollado una tras otra). 
Creyó que se moría de miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la 
cerradura, se le cayó de las manos. 
Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió 
a cerrar la puerta y subió a su habitación para reponerse un poco; pero no lo 
conseguía, de lo angustiada que estaba. 
Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la 
limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más que la lavaba e 
incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre quedaba sangre, pues la llave 
estaba encantada y no había manera de limpiarla del todo: cuando se quitaba la 
sangre de un sitio, aparecía en otro. 
Barba Azul volvió aquella misma noche de su viaje y dijo que 
había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el asunto por el cual 
se había ido acababa de solucíonarse a su favor. Su mujer hizo todo lo que pudo 
por demostrarle que estaba encantada de su pronto regreso. 
Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, 
pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había 
pasado. 
-¿Cómo es que -le dijo- la llave del gabinete no está con las 
demás? 
-Se me habrá quedado arriba en la mesa -contestó. 
-No dejéis de dármela en seguida -dijo Barba Azul. 
Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que 
traer la llave. 
Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer: 
-¿Por qué tiene sangre esta llave? 
-No lo sé -respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte. 
-No lo sabéis -prosiguió Barba Azul-; pues yo sí lo sé: habéis 
querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis en él e iréis a 
ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis visto. 
Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole 
perdón con todas las muestras de un verdadero arrepentimiento por no haber sido 
obediente. Hermosa y afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero 
Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca. 
-Señora, debéis de morir -le dijo-, y ahora mismo. 
-Ya que he de morir -le respondió, mirándole con los ojos 
bañados en lágrimas-, dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios. 
-Os doy medio cuarto de hora -prosiguió Barba Azul-, pero ni un 
momento más. 
Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo: 
-Ana, hermana mía (pues así se llamaba), por favor, sube a lo 
más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me prometieron que 
vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se den prisa. 
u hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre aflígida 
le gritaba de cuando en cuando: 
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? 
Y su hermana Ana le respondía: 
-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea. 
Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la 
mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer: 
-¡Baja en seguida o subiré yo a por ti! 
-Un momento, por favor -le respondía su mujer; y en seguida 
gritaba bajito: 
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? 
Y su hermana Ana respondía: 
-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea. 
-¡Vamos, baja en seguida -gritaba Barba Azul- o subo yo a por 
ti! 
-Ya voy -respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana: 
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? 
-Veo -respondió su hermana- una gran polvareda que viene de 
aquel lado. 
-¿Son mis hermanos? 
-¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas. 
-¿Quieres bajar de una vez? -gritaba Barba Azul. 
-Un momento -respondía su mujer; y luego volvía a preguntar: 
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? 
-Veo -respondió- dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero 
todavía están muy lejos. 
-¡Alabado sea Dios! -exclamó un momento después-. Son mis 
hermanos; estoy hacíéndoles todas las señas que puedo para que se den prisa. 
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa 
tembló. 
La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa 
y desmelenada. 
-Es inútil -dijo Barba Azul-, tienes que morir. 
Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el 
gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza. 
La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos 
desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse. 
- No, no -dijo-, encomiéndate a Dios. 
Y, levantando el brazo... 
En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba 
Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se abrió vieron entrar a 
dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos hacia Barba Azul. Él 
reconoció a los hermanos de su mujer, el uno dragón y el otro mosquetero, así 
que huyó en seguida para salvarse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de 
cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron 
el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto. 
La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía 
fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos. 
Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se 
convirtió en la dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su 
hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; 
empleó la otra parte en comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el 
resto en casarse ella también con un hombre muy honesto, que le hizo olvidar los 
malos ratos que había pasado con Barba Azul.

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