La Historia de Nadie
Charles Dickens
Vivía en la orilla de un enorme río, ancho y
profundo, que se deslizaba silencioso y constante hasta un vasto océano
desconocido. Fluía así, desde el Génesis. Su curso se alteró algunas veces, al
volcarse sobre nuevos canales, dejando el antiguo lecho, seco y estéril; pero
jamás sobrepasó su cauce, y seguirá siempre fluyendo hasta la
eternidad.
Nada podía progresar, dado su corriente
impetuosa e insondable. Ningún ser viviente, ni flores, ni hojas, ni la menor
partícula de cosa animada o sin vida volvía jamás del océano desconocido. La
corriente del río oponía enérgica resistencia, y el curso de un río jamás se
detiene, aun cuando la tierra cese en sus revoluciones alrededor del
sol.
Vivía en un paraje bullicioso, y trabajaba
intensamente para poder subsistir. No tenía esperanza de ser alguna vez lo
suficientemente rico como para descansar durante un mes, pero aun así, estaba
contento, tenía a Dios por testigo y no le faltaba voluntad para cumplir sus
pesadas tareas. Pertenecía a una inmensa familia, cuyos miembros debían ganarse
el sustento por sí mismos con la diaria tarea, prolongada desde el amanecer
hasta entrada la noche. No tenía otra perspectiva ni jamás había pensado en
ella.
En la vecindad donde residía se oían constantes
ruidos de trompetas y tambores, pero no le concernían en absoluto. Esos golpes y
tumultos procedían de la familia Bigwig, cuya extraña conducta no dejaba de
admirar. Ellos exponían ante la puerta de su vivienda las más raras estatuas de
hierro, mármol y bronce y oscurecían la casa con las patas y colas de toscas
imágenes de caballos. Si se les preguntaba el significado de todo eso, sonreían
con su rudeza habitual y continuaban su ardua tarea.
La familia Bigwig (compuesta por los personajes
más importantes de los alrededores, y los más turbulentos también) tomó a su
cargo la misión de evitar que pensara por sí mismo, manejándolo y dirigiendo sus
asuntos. "Porque, verdaderamente -decía él-, carezco del tiempo suficiente, y si
son tan buenos al cuidarme, a cambio del dinero que les pagaré -pues la
situación monetaria de dicha familia no estaba por encima de la suya-, estaré
aliviado y muy agradecido al considerar que ustedes entienden más que yo." Aquí
continuaban los golpes y tumultos, y las extrañas imágenes de caballos ante las
cuales se esperaba debía arrodillarse y adorar.
-No comprendo nada de eso -dijo, frotándose
confuso la frente arrugada-. Debe tener un significado seguramente, que yo no
alcanzo a descubrirlo.
-Eso significa -contestó la familia, sospechando
lo que quería decir- honor y gloria en lo más alto, para el mayor
mérito.
-¡Oh! -respondió él, y quedó
satisfecho.
Pero cuando miró hacia las imágenes de hierro,
mármol y bronce, no encontró ningún compatriota suyo de valor. No pudo descubrir
ni uno de los hombres cuyo saber lo rescató a él y a sus hijos de una enfermedad
terrible, cuyo arrojo elevó a sus antepasados de la condición de siervos, cuya
sabia imaginación abrió una existencia nueva y elevada a los más humildes, cuya
habilidad llenó de infinitas maravillas el mundo del hombre trabajador. En
cambio descubrió a otros acerca de los cuales no había escuchado jamás nada
bueno, y otros más, aún, sobre quienes sabía que pesaban muchas
maldades.
-¡Jum! -se dijo para sí-. No lo entiendo del
todo.
De modo que se fue a su casa y se sentó junto a
la lumbre, para no pensar más en ello.
En este tiempo no había lumbre en su chimenea,
cruzada por surcos ennegrecidos; a pesar de ello, era su lugar favorito. Su
mujer tenía las manos endurecidas por el trabajo constante, y había envejecido
antes de tiempo, pero aun así la amaba mucho. Sus hijos, detenidos en el
crecimiento, exhibían señales de una alimentación deficiente; pero se notaba
belleza en sus ojos. Por sobre todas las cosas, existía en el alma de ese hombre
el ardiente deseo de instruir a sus hijos. "Si algunas veces resulté engañado
-decía- por falta de saber, al menos que ellos aprendan para evitar mis errores.
Si es duro para mí recoger la cosecha de placer y sabiduría acumulada en los
libros, que a ellos les resulte fácil."
Pero la familia Bigwig estalló en violentas
discusiones acerca de lo que era legítimo enseñar a los hijos de ese hombre.
Algunos miembros insistían en que determinados asuntos eran primordiales e
indispensables, y la familia se separó en distintas facciones, escribió
panfletos, convocó a sesiones, pronunció discursos, se acorralaron unos a otros
en tribunales laicos y cortes eclesiásticas, se arrojaron barro, cruzaron las
espaldas y cayeron en abierta pugna e incomprensible rencor. Mientras tanto,
este hombre contempló al demonio de la ignorancia irguiéndose y arrastrando
consigo a sus hijos. Vio a su hija convertida en una prostituta andrajosa, a su
hijo embrutecerse en los senderos de baja sensualidad, hasta llegar a la
brutalidad y al crimen; la naciente luz de la inteligencia en los ojos de sus
hijos pequeños cambiaba hasta convertirse en astucia y sospechas, a tal punto
que los hubiera preferido imbéciles.
-Tampoco soy capaz de entenderlo -dijo
entonces-; pero creo que no puede justificarse. ¡No! ¡Por el cielo nublado que
me ampara, protesto y me reconozco culpable!
Tranquilizado nuevamente (porque sus pasiones
eran por lo común de escasa duración y su natural bondadoso), miró a su
alrededor, en los domingos y feriados, y notó cuánta monotonía y fastidio
existía por doquier; cuánta embriaguez surgía de allí, con su séquito de
ruindades. Entonces recurrió a la familia Bigwig, diciendo:
-Somos gente trabajadora, y sospecho que la
gente trabajadora, de cualquier condición, necesita refrigerio mental y
distracciones. Vean las condiciones en que caemos cuando descansamos sin ellas.
¡Vengan! ¡Distráiganme inocentemente, muéstrenme alguna cosa, denme una
escapatoria!
Pero la familia Bigwig se
alborotó.
Cuando varias voces pudieron escucharse, se le
propuso enseñar las maravillas del mundo, las grandezas de la creación, los
notables cambios del tiempo, la obra de la naturaleza y las bellezas del arte en
cualquier período de su vida y cuanto pudiera contemplarlas. Esto originó entre
los miembros de la familia Bigwig tanto desorden y desvarío, tantos tribunales y
peticiones, tantos reclamos y memoriales, tantas mutuas ofensas, una ráfaga tan
intensa de debates parlamentarios donde el "no me atrevo" seguía al "lo haría si
pudiera", que dejaron al pobre hombre estupefacto, mirando extraviado a su
alrededor.
-Yo he provocado esto -se dijo, y se tapó
aterrorizado los oídos-. Sólo intento hacer una pregunta inocente, surgida de mi
experiencia familiar y del saber común de todo hombre que desea abrir los ojos.
No lo entiendo y no soy comprendido. ¿Qué surgiría de semejante estado de
cosas?
Inclinado sobre su trabajo, se repetía con
frecuencia esta pregunta cuando comenzó a extenderse la noticia de una peste que
había aparecido entre los trabajadores, provocando muertes a millares. Al mirar
a su alrededor, pronto descubrió que la noticia era cierta. Los moribundos y los
muertos se mezclaban en las casas estrechas y sucias en que vivieron. Nuevos
venenos se filtraban en la atmósfera siempre triste, siempre nauseabunda. Los
fuertes y los débiles, la ancianidad y la infancia, el padre y la madre, todos
eran derribados a la par.
¿Qué medios de escape poseía? Quedose allí y vio
morir a aquellos a quienes más amaba. Un benévolo predicador vino hacia él,
tratando de decir algunas plegarias con las cuales calmar su corazón
entristecido, pero él replicó:
-¡Bah! ¿Qué eficacia posees, misionero, al
acercarte a mí, a un hombre condenado a vivir en este lugar hediondo, donde cada
sentimiento que se demuestra se convierte en un tormento y donde cada minuto de
mis días contados es una nueva palada de lodo agregada a la pila que me oprime?
Pero denme el fugaz resplandor del cielo por medio del aire y la luz; denme agua
pura, ayúdenme a mantenerme aseado; iluminen esta atmósfera pesada y esta vida
oscura en la que nuestros espíritus se hunden y que nos convierten en las
criaturas indiferentes y endurecidas que tan a menudo contemplan; gentil y
bondadosamente lleven los cadáveres de aquellos que murieron fuera de esta
mísera habitación, donde ya nos hemos familiarizado en tal forma con el terrible
cambio que, para nosotros, hasta ha perdido su santidad, y, maestro, oiré
entonces, nadie mejor que tú lo sabes cuán voluntariamente, a Aquel cuyo
pensamiento estaba siempre con los pobres y que compadecía todas las miserias
humanas.
Estaba ya de nuevo en su trabajo, triste y
solitario, cuando el amo apareció y permaneció a su lado, vestido de negro.
También él había sufrido mucho. Su joven esposa, su esposa tan bella y tan
buena, había muerto, llevando consigo su único hijo.
-¡Señor! Es muy duro de sobrellevar, lo sé, pero
consuélate. Yo trataré de aliviarte en lo posible.
El patrón le agradeció desde el fondo de su
corazón, pero contestó:
-¡Oh, trabajadores! La calamidad comenzó entre
ustedes. Si hubieran vivido en forma más saludable yo no sería el viudo
desconsolado del presente.
-Señor -replicó el trabajador, moviendo la
cabeza-, he comenzado a comprender hasta cierto punto que la mayor parte de las
calamidades provendrán de nosotros, como provino esta, y que nada se detendrá
ante nuestras pobres puertas mientras no nos unamos a aquella gran familia
pendenciera, para hacer las cosas que deben hacerse. No podemos vivir sana y
decentemente hasta que aquellos que se comprometieron a dirigirnos nos
proporcionen los medios. No podemos ser instruidos hasta que no nos enseñen; no
podremos divertirnos razonablemente hasta que ellos no nos procuren diversiones;
sólo podremos creer en falsos dioses, en nuestros hogares, mientras ellos
ensalzan a muchos de los suyos en todos los lugares públicos. Las malas
consecuencias de una educación imperfecta, de una indiferencia peligrosa, de
inhumanas restricciones; y el rechazo absoluto de cualquier goce, todo procederá
de nosotros y nada se detendrá. Se extenderán en todas direcciones. Siempre
sucede así, al igual que con la peste. Esto entiendo yo, al
menos.
Pero el amo respondió:
-¡Oh, ustedes, trabajadores! ¡Cuán raramente se
dirigen a nosotros, si no es por algún motivo de queja!
-Señor -replicó-. No soy nadie y tengo escasas
posibilidades de ser escuchado, o tal vez no desee ser oído, excepto cuando
existe alguna queja. Pero ella nunca tiene origen en mí, y nunca puede terminar
conmigo. Tan seguro como la muerte que desciende hasta mí para
hundirme.
Había tanta razón en lo que decía, que la
familia Bigwig llegó a notificarse y, terriblemente asustada por la reciente
catástrofe, resolvió unirse a él para hacer las cosas con más justicia, en todo
caso, hasta donde esas mismas cosas estuvieran asociadas con la inmediata
prevención, humanamente hablando, de una nueva peste. Pero en cuanto desapareció
el temor, cosa que sucedió muy pronto, se reanudaron las mutuas querellas y no
se hizo nada. En consecuencia, la desdicha volvió a reaparecer, rugió como
antes, se extendió como antes, vengativamente hacia arriba, arrastrando un gran
número de descontentos. Pero ni un solo hombre entre ellos quiso admitir, aun en
el más ínfimo grado, ser uno de los culpables.
Por consiguiente, siguiose viviendo y muriendo
en igual forma, y esto es lo primordial en la Historia de
Nadie.
¿No tiene nombre?, preguntarán. Tal vez se llama
Legión. Importa poco cuál sea su nombre verdadero.
Si han estado en los pueblos belgas, cerca del
campo de Waterloo, habrán visto en alguna iglesia pequeña y silenciosa el
monumento erigido por fieles compañeros de armas a la memoria del coronel A.,
del mayor B., de los capitanes C, D y E, de los subtenientes F y G, alféreces H,
1 y J, de siete oficiales y ciento treinta soldados que cayeron en el
cumplimiento de su deber en un día memorable. La Historia de Nadie es la
historia de los soldados anónimos de la tierra. Ellos tomaron parte en la
batalla, les corresponde parte de la victoria; cayeron y no dejaron su nombre
más que en conjunto. La marcha del más orgulloso de nosotros se encauza en el
sendero polvoriento que ellos atravesaron. ¡Oh! Pensemos en ellos este año, ante
el fuego de Navidad, y no los olvidemos después que este se haya
extinguido.
FIN