sábado, 1 de septiembre de 2012

Los Aristogatos


Los Aristogatos
Tom Rowe

Los gatos que vivían con Madame Adelaida Bonfamille, se contaban entre los más afortunados de París. La enorme y vieja mansión de Madame tenía gruesas alfombras, suaves cojines de terciopelo y asoleados balcones. Había colgajos, adornos y encajes por todas partes en espera de que alguien jugara con ellos. Duquesa y sus hijitos eran muy felices allí, pues sabían que eran lo más importante en la vida de madame. Y así pensaba Duquesa que debía ser, ya que si había en el mundo algo más importante que un gato, era precisamente un gatito…, y Duquesa tenía tres.
La primera era Marie, ya que por lo regular siempre trataba de superar a Beriloz y Toulouse, sus hermanos. Los tres retozaban por toda la casa, excepto a la hora de estudiar: Beriloz tocaba el piano, Marie cantaba, y Toulose pintaba. Su madre había determinado que cuando crecieran, Marie fuera toda una dama y sus hermanos unos caballeros, realmente unos aristógatos.

Pero como Madame Bonfamille ya no era muy joven, decidió un día que era hora de hacer su testamento. Llamó a George Ducort, su viejo amigo y gran admirador, quien era también su abogado.

El señor Ducort, a pesar de su edad, llegó sin novedad a casa de Madame, y hasta insistió en subir a pie las escaleras, en lugar de hacerlo en el recién instalado ascensor.

-No estoy tan viejo para eso – le dijo a Edgar, el mayordomo.

Una vez que Edgar ayudo al señor Ducort a subir las escaleras, se retiro a plancharse los pantalones a su habitación. A través del tubo de comunicación fue como logro escuchar lo siguiente:

-Quiero dejar todo a mis queridos gatos -decía Madame-.

Cuando mueran, el dinero será, para Edgar en pago de todos los años que ha pasado cuidando a Duquesa y sus hijitos.

"Cuatro gatos", pensó Edgar, "cada uno con nueve vidas.

¡Oh! ¡Será demasiado larga la espera!"

Edgar bajó a la cocina a preparar la leche de los gatos. Tenía un plan. . . ¡Mezcló pastillas para dormir en la leche!

Duquesa y los gatitos habían invitado a cenar a su amigo el ratoncito Roquefort. No notaron nada raro en la leche, así que pronto estaban todos bien dormidos; los gatos en su cesta, y Roquefort en su ratonera.

Nadie vio ni oyó a Edgar deslizarse por la puerta trasera de la casa esa noche, levando consigo la cesta de los gatos. Poco después conducía su motocicleta por las calles oscuras de París, con dirección al campo.

Más tarde, una espantosa sacudida despertó a Duquesa y sus hijitos. Edgar hubiera deseado llevárselos más lejos" pero dos enormes y poco amistosos perros lo persiguieron y le dieron alcance, y al perder el control, de la motocicleta, ésta patinó, saliéndose del puente y yendo a caer al agua con mayordomo y todo. La cesta de los gatos cayó en el banco lodoso del río. Cuando Edgar pudo salir del agua emprendió el camino de regreso a París, confiando en que nadie encontrara a los gatos.

Mientras tanto, los cuatro gatos la estaban pasando mal. Tenían frío y. no sabían dónde estaban ni cómo habían llegado a ese lugar. De repente, un relámpago les avisó que amenazaba tormenta. Duquesa decidió que lo mejor era permanecer en la cesta y quedarse a dormir allí hasta amanecer.

Al día siguiente, la tormenta había pasado. El sol salió y por fin alguien se presentó en ayuda de los gatos. Era Tomás O'Malley, un despreocupado gato callejero que encontró a Du­quesa lavándose las manos. O'Malley estaba encantado. Salvar damiselas en peligro era exactamente su especialidad. Claro que mostraría a Duquesa el camino de regreso a París. Mejor aún, él mismo la conduciría hasta aquel lugar.

En eso, despertaron los gatitos. ¡Pobre de O'Malley! Él es­peraba estar a solas con Duquesa, pero se dio cuenta de que la situación no era como la, había pensado…, un caballero debía sacrificarlo todo para ayudar a un dama.

Lo mejor que O'Malley podía ofrecerles a los gatos era un camión lechero, al que había detenido valiéndose de una artimaña. O'Malley quitó la lona que cubrían los botes de leche y todos disfrutaron de un delicioso desayuno mientras el camión lechero se dirigía a París.

Sin embargo, antes de recorrer muchos kilómetros, el conductor descubrió a los intrusos, quienes tuvieron que escabullirse por una acequia para ponerse a salvo. Tardaron mucho en llegar a París. Al atardecer hicieron su entrada en uno de los barrios de la ciudad, pero estaban aún muy lejos de la elegante mansión de Madame. Los gatitos estaban cansados y hasta Duquesa empezaba a quedarse atrás.
Estaban en el vecindario de O'Malley, y él sabía que aquel barrio no era lo que los aristógatos estaban acostumbrados.
-Escuchen – ofreció -: mi buhardilla está cerca de aquí, y allí podrían pasar la noche. No es mucho, pero…
Para su consuelo, Duquesa aceptó gustosa aquel ofrecimiento.
Una sorpresa los esperaba. Gato Jazz, el amigo de O'Malley, había llegado inesperadamente a la buhardilla. Lo acompañaban los de su banda.

Los cansados huéspedes quedaron fascinados con la música. La velada resultó magnífica, y O'Malley se dio cuenta de que extrañaría a sus nuevos amigos.

-Usted ha sido muy amable con nosotros, señor O'Malley -dijo Duquesa-. No tenemos con qué agradecérselo, pero debe­mos regresar mañana con Madame. Ha de estar desconsolada sin nosotros.

O'Malley acompañó cabizbajo a Duquesa y los gatitos a su casa al día siguiente. Los vio entrar por la puertecilla y se alejó para volver a su vida despreocupada, de la que siempre se jactaba con alegría. No obstante, no parecía estar muy entusiasmado.

O'Malley ignoraba que sus cuatro amigos habían ido a caer en un costal preparado por el ambicioso Edgar, quien los había visto cuando se aproximaban. Edgar había urdido otro plan, para lo cual tenía un baúl grande, un camión de carga y una etiqueta dirigida a la Cochinchina. Se dirigió corriendo a la caballeriza con el costal al hombro.

Pero Edgar no contaba con el ratoncito Roquefort, a quien Duquesa le había pedido que fuera a llamar a O'Malley.

A Roquefort le costó mucho trabajo armarse de valor para acercarse a O'Malley, quien" estaba con sus amigos. Le dio el mensaje de Duquesa.

¡Qué escena ocurrió entonces en la caballeriza! Cuando Edgar pasaba los gatos del saco al baúl, una horda de gatos fu­riosos lo sorprendió en la puerta de la caballeriza.

Derribado por Roquefort, perseguido y rasguñado por los gatos, Edgar no pudo sostener el costal y sus prisioneros escaparon. Fru Frú, la yegua, mandó a Edgar dentro del baúl de una coz bien puesta. La tapa se cerró de golpe y el baúl se deslizó hacia la puerta.

En ese momento llegó el camión, y los hombres arrojaron el baúl al fondo del vehículo. Así que el propio Edgar fue quien se envió a un largo viaje a la Cochinchina.

Madame estaba feliz de tener nuevamente a su lado a sus gatitos, y recibió encantada a O'Malley y sus amigos. De esta manera, O'Malley y Duquesa estarían juntos y los gatitos tendrían un nuevo papá.

Todos estaban muy felices. De vez en cuando, los gatos oían a Madame murmurar:
-No me explico por qué el leal de Edgar desapareció repentinamente
Entonces O'Malley guiñaba un ojo, Duquesa sonreía y los gatitos jugaban alegremente.

    Fin

No hay comentarios:

Publicar un comentario